La propuesta de este espacio es difundir e intercambiar ideas y experiencias pedagógicas para la construcción de una cultura de paz
Todos somos parte de la amorosa energía que da vida a nuestro planeta…
Nuestras acciones como individuos nos liberan o nos condenan como sociedad.
Te invito a compartir este ideal de cultura de paz en cada pequeña elección de nuestra vida diaria.

Fraternalmente:
A. Z.
10 de febrero de 2011



“La cultura de paz es el pleno respeto a
la dignidad y a los derechos
individuales y colectivos de
las personas y de los pueblos.”

Rigoberta Menchú Tum



sábado, 29 de noviembre de 2014

El diario de El Chavo del Ocho


Prólogo

Por Roberto Gómez Bolaños

            Sus holgados pantalones tenían más parches y remiendos que tela original. Estaban precariamente sostenidos por dos tiras de tela que hacían las veces de tirantes, terciadas sobre una vieja y descolorida playera en la que también predominaban los parches y los remiendos. Calzaba un par de zapatos del llamado tipo “minero” que evidentemente había pertenecido a un adulto. Pero lo más característico de su atuendo era la vieja gorra con orejeras, las que en tiempo de frío le debían haber sido de no poca utilidad, pero que, cuando lo conocí, en pleno verano, no hacían sino acentuar lo grotesco de su figura.
            - ¿Grasa jefe? – me había preguntado mostrando el cajoncillo de limpiabotas. Y yo estuve a punto de responder que no, ya que mis zapatos se encontraban en bastante buen estado, pero entonces surgió el presentimiento; ese algo que nos impele a tomar decisiones sin justificación aparente. De modo que respondí afirmativamente.
            Yo estaba sentado en una de esas bancas de hierro forjado que aún se encuentran en algunos parques de la ciudad. Él se acomodó en el banquillo portátil que formaba parte de su equipo de trabajo, y comenzó a realizar su tarea con inusual entusiasmo. Entonces lo observé con mayor atención, y al instante comprendí cuál había sido la razón que justificaba mi presentimiento: aquel niño era la encarnación total de la ternura.
            Me costó mucho trabajo entablar conversación con él, pues era notorio que mis preguntas provocaban el natural recelo de quien está acostumbrado a recibir muy poco – casi nada, diría yo – de los demás.

-          ¿Cómo te llamas? – le pregunté.
-          Pus, da lo mismo, ¿no?
-          ¿…? ¿Qué es lo que da lo mismo?
-          Que me llame como sea. De cualquier manera todos dicen que soy el Chavo del Ocho.
-          ¿Cuál es tu edad? – seguí preguntando.
-          Mi edad son los años que yo tengo.
-          Por eso, ¿cuántos años tienes?
-          Ocho, creo…
-          ¿Dónde naciste?
-          No lo puedo recordar porque yo estaba muy chiquito cuando nací.

Entonces dejé correr una pausa intentando que fuera él mismo quien reanudara la conversación, pero resultó evidente que su timidez le impedía hacerlo. Por tanto, yo también interrumpí el interrogatorio.
Le dí una buena propina cuando terminó de lustrar mis zapatos. Eso hizo que acudiera a sus ojos un brillo que antes estaba ausente, y que se pusiera a bailotear al tiempo que exclamaba:

¡Con esto me puedo comprar una torta de jamón… o dos… o tres!

Y luego, pronunciando un rápido y entusiasta “gracias”, levantó ágilmente sus arreos de trabajo y se lanzó corriendo a la calle, donde empezó a sortear el intenso tránsito de automóviles con esa destreza que sólo tienen los niños pobres de las ciudades populosas.  Luego, al tiempo que  lo perdía de vista, aún alcancé a oír nuevamente las palabras que parecían mágicas: “¡Torta de jamón!” Fue entonces cuando descubrí el cuaderno.
Lo había dejado a un lado de la banca del parque donde estaba yo sentado. Y resultaba fácil suponer que era propiedad del Chavo del Ocho, pues su lastimoso estado hacía juego con su propietario. Era un cuaderno corriente que mostraba con toda claridad el uso continuo a que había estado sometido. De las pastas de cartoncillo no quedaban más que pequeños e irregulares trozos manchados de grasa, polvo, sudor ¡y vaya usted a saber qué otra cosa! Las hojas, algunas también incompletas, estaban enrolladas por las puntas y ostentaban igualmente gran cantidad de manchas de los más variados orígenes; pero en ellas estaba contenido el manuscrito más espontáneo que jamás hayan podido ver mis ojos: “El Diario del Chavo del Ocho”. (En ninguna parte del manuscrito se menciona la palabra “diario”, pero yo me tomé la libertad de adjudicarle tal título en vez de “notas”, “apuntes” o algo similar, porque a pesar de la carencia de un orden cronológico, la palabra “diario” me pareció más acorde con la intimidad que encierra lo escrito en el viejo cuaderno.


La primera vez que lo leí sentí el remordimiento de quien sabe que está violando la intimidad de una persona. Pero lo leí por segunda vez y el sentimiento se fue convirtiendo en uno de inquietud, del cual pasaba al asombro. Entonces me convencí de que era necesario dar al público la oportunidad  de conocer ese mundo extrañamente optimista en que se puede desenvolver un niño que carece de todo, menos de eso que sigue siendo el motor del universo: la fe. 






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A. Z.


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A. Z.