Cuando
yo era niña, por Chimel pasaba un río. No era muy grande, pero uno podía
bañarse en él. También,
sobre las piedras grandes y lisas como caparazones de tortugas gigantes, las señoras
lavaban la ropa. Lavaban la ropa y conversaban y se reían.
Para llegar al río
debíamos atravesar un cafetal, siguiendo un senderito estrecho en
donde sólo cabía una persona. El cafetal era
oscuro, porque grandes árboles le daban su sombra. Era una
oscuridad verde y llena de olores y, a veces, nos comíamos el rojo fruto del café,
que tiene un delicioso sabor dulce. Luego bajábamos un terraplén
y aparecía el río ante nuestros ojos.
El río
era transparente, parecía una hoja de papel celofán
que se fuera desenrollando con el suave rumor del agua. Lo que más
me gustaba era saltar de piedra en piedra. El río era un milagro. ¡Tanta
agua corriendo sin cesar! Era un regalo de la naturaleza.
Había
pequeños pececillos, que eran renacuajos. Los peces grandes estaban en
las partes más hondas. El río venía
bajando de las altas montañas, en donde siempre había
nubes. Pasaba por el pueblo y luego seguía lejos, lejos, hasta ir a dar al
mar. Mi abuelo decía “la mar”.
Nosotros nunca vimos el mar. Mi papá decía que era
inmenso como el cielo. Pero yo no lo podía imaginar.
Las piedras pequeñas
del río eran de todos colores. Las había color naranja, verduscas,
azabache, blancas, ámbar, amarillas. Me encantaba
verlas con la lupa del agua. Metía la mano bajo el agua y también
mi mano parecía grande. Cogía una piedra y me daba cuenta que
era chiquita. Con mis hermanos jugábamos a salpicarnos, hasta que
quedábamos completamente mojados y nos bañábamos.
La abuelita decía:
“Pueden jugar con el agua todo el tiempo que quieran. Pero cuando
sea el mediodía, no miren dentro del agua, no miren el fondo del río.
Su reflejo o su sombra se transformará en la sombra del rostro de un
gallo con cola de serpiente verdiazul. No se queden solos en la orilla del río,
porque Ajaw (nuestro creador y formador) se baña y también
bebe su agua.”
Aprendimos a nadar
en las ensenadas del río. A veces, la corriente se
aparta, como si se fuera a pasear, y descansa cerca de la orilla, en sus aguas
profundas. Desde las piedras nos tirábamos de clavado y luego nadábamos
hasta la ribera del río. En esos momentos, recuerdo que éramos
muy felices.
El río atravesaba
el pueblo. Pero cuando vinieron las épocas malas, cuando vino la guerra
y la gente tuvo que ir a refugiarse en la montaña, pasó
algo mágico, extraordinario. ¡El río se espantó!
Se asustó de lo que había visto pasar en el pueblo, durante
los años malos y entonces se metió debajo de la montaña.
Fue a salir del otro lado. Y ahora el río no pasa por Chimel.
Pasa del otro lado
de la montaña, a donde se fue a esconder, junto con la gente. Yo
quisiera que regresara. Pero así como un acto de maldad muy grande
lo hizo huir, sólo un acto de bondad muy grande lo puede hacer
regresar. Muchas veces me pregunto cuál puede ser ese acto de bondad. Y
quién lo puede hacer.
Rigoberta
Menchú con
Dante
Liano
(“Li M´in, una niña de Chimel”, 2001)